Relatos

Mornak


Amo escribir historias, tanto como poemas, quizás este, al ser uno de los primeros relatos que publiqué, le tenga especial cariño. 

Mornak

Mornak

     Tiró de las riendas de Bakus, su leal corcel negro que, por vez primera desde que viajaban juntos, rehusaba continuar dando los pasos que le llevarían a una muerte segura. Podía olerla acechándoles, como el manto de la noche se cierne, inexorable, sobre la tierra. El aroma llegaba con el viento, aleación de tierra mojada y sangre. El caballo resoplaba terco, emitiendo tenues relinchos aterrados, con los ojos abiertos y las orejas en punta.
 
—Vamos, Bakus, ya queda poco. Te entiendo mi querido amigo, yo también estoy asustado. —El corcel resopló empujando a su amo con el hocico–. Entenderé que quieras abandonar el camino, pues es destino mío, no tuyo. Pero es mi deber y mi carga, por encima de todo, lo que debo obedecer, más que cualquier instinto o impulso por más que carezca de todo sentido.
 
     El corcel aflojó el tiro y dejó las riendas laxas dando a entender a Mornak que podían seguir avanzando. El amo acarició su quijada y apoyó la frente en la testuz de su caballo durante unos segundos tras los cuales inició nuevamente la marcha, con su fiel amigo a sus espaldas. El camino se les hacia cuesta arriba, ladera arriba; entre cardos y espinos de agujas punzantes que herían las patas del caballo y rasgaban la carne de los pies descalzos del jinete. Sus pasos eran lentos y pesados; la tierra húmeda se hundía bajo sus pisadas por el peso de la carga que sólo ellos podían percibir. El olor del salitre llegó hasta los ollares del corcel, que tiró instintivamente de las riendas, atenazado por el miedo. Sus músculos se contraían negándose a continuar. Pero había jurado lealtad a su amo y le seguiría hasta el final. Se forzó a dar paso tras paso, aún sabiendo que al llegar a la cima se entregaría al más horrible de los destinos.
     Coronaron por fin la montaña con el peso de miles de almas sobre los hombros de Mornak. Sus piernas, dos huesos a penas cubiertos por jirones de piel y carne, no pudieron más y se doblegaron postrando de rodillas al gran guerrero. Cuando comenzó aquel viaje, su espalda era poderosa, sus hombros fuertes y sus brazos sostenían la espada que ningún mortal se atrevería a sujetar. No habían pasado tantos años de aquello, y, sin embargo, su larga melena castaña, mostraba numerosos cabellos plateados. Su espalda encorvada y sus hombros caídos no hacían más que acentuar su vejez anticipada. Se asomó al acantilado para observar el océano espumoso que embestía furioso las olas contra las rocas. Los millares de almas con las que viajaba pugnaban por escapar de aquel destino; un purgatorio bajo las profundidades. Las sentía desgarrarle desde lo más profundo de sus entrañas; rompiendo su voluntad e hiriendo su empeño, casi logrando que cejara en su objetivo.
 
“No, si lo haces no habrá paz para nadie” Se recriminó.
 
     Miró a su corcel y levantó los brazos hacia él. Bakus agachó obediente la cabeza para que su amo pudiera asirse a las riendas para ponerse en pie. Sus piernas temblaban, negándose a soportar la pesada carga otra vez.
 
—Mi querido y fiel compañero. Nuestro viaje termina aquí. —Acarició la crin que había cepillado cada día durante los últimos diez años. —Debo pedirte un último esfuerzo, amigo mío. Necesito que me lleves hasta el final.
 
     El poderoso corcel negro relinchó conforme, dejándose montar por el jinete, que cargó sobre su lomo el peso de un millar de almas. Las patas del animal vacilaron y las delanteras se doblegaron ante el peso, haciendo que el animal se arrodillara.
 
—Un último esfuerzo, ya casi estamos. —Le susurró Mornak con las palabras impregnadas de una triste melancolía.
     Bakus enderezó una de las patas y se apoyó sobre ella para ponerse de nuevo en pie, resoplando por el esfuerzo. El jinete le hizo recular unos pasos; suficientes para tomar impulso en su salto a las aguas del embravecido océano. Las voces de las almas chillaban como millones de ratas enfurecidas, provocando terribles temblores en el despojo de hombre en que se había convertido el gran guerrero Mornak, el gran segador de vidas de hombres corruptos en los que el mal había hecho de sus almas, su morada. El corcel resopló, pateó el suelo húmedo en un último adiós a la tierra que lo vio nacer y trotó hacia el acantilado, saltando en el último momento con sus potentes patas para asegurar la caída lejos de las rocas. Debía cerciorarse de caer en las profundidades. Mornak abrió los brazos sintiendo el aire en su envejecido rostro, con los ojos cerrados y la sonrisa de satisfacción porque había podido cumplir su cometido, justo antes de chocar contra las aguas negras del Inferno Anima Mortis. Las profundidades les engulleron, ávidas de cobrarse las almas que extraían del cuerpo de Mornak mientras se hundía. Por cada bocanada de agua que entraba en sus pulmones, la misma esencia del mal le arrancaba cientos de almas, que salían despedidas de su boca en forma de girones de humo negro. Cuando solo quedó su propia alma, su cuerpo convulsionó en varias sacudidas por la falta de oxígeno. Abrió los ojos intentando buscar la superficie y se encontró con los ojos de su fiel amigo, vacíos y sin vida; el cuerpo arrastrado por la corriente. Una última bocanada sacudió su dolorido cuerpo y su sufrimiento cesó por fin. Un último pensamiento cruzó fugaz, segundos antes de desvanecerse para siempre. Su espada había quedado al pie de la montaña, con la hoja cubierta por la sangre de las almas segadas. Otro guerrero sería elegido para continuar con su cometido.
 
“Infeliz el hombre que empuñe esa arma” fue el último pensamiento antes de ceder al sueño que con agradecimiento abrazaba.

Fin

Incompleta

Incompleta

Incompleta

     Serpenteo, mecida por el deseo, al ritmo de una cadencia erótica. Sus dedos se clavan en mi cintura. El reflejo en su cristalino muestra primero mi boca y me observo a través de sus ojos; paseo la punta de mi húmeda lengua por los labios y la deslizo después por el filo de mis dientes. Debo parecerle exquisita, me lo muestra ese brillo de lascivia al que respondo con una sonrisa maliciosa. Desvía hacia abajo la vista, repasando mi barbilla, en la que se detiene breves instantes; el largo cuello es más interesante para él e incita a que su boca se abra ligeramente, con goloso apetito. Sin cesar el movimiento de mis caderas a las que sus manos acompañan en el contoneo, retiro el mechón de pelo que caía sobre mi pecho desnudo y dejo al aire, en un delicado y sensual gesto, la tersa piel de la que pende un hermoso collar de plata negra. El oscurecido metal engarza, en forma oval, un magnífico ópalo de fuego. Retrocede un paso, alejando la urgencia de sus manos del calor de mi cuerpo y, con una, se sujeta la barbilla en un gesto reflexivo. Entorna los ojos, el ceño se frunce en un gesto tierno a la par que gracioso y exhala un profundo suspiro. No puedo evitar sonreír cuando su dedo, tieso ante mi cara, me indica que detenga el movimiento. No con poca reticencia, detengo el vaivén de caderas y me enderezo, permaneciendo como una estatua, atenta a sus indicaciones. El mismo dedo autoritario, dibuja ahora círculos en el aire y sin demora, giro mi cuerpo hasta quedar dándole la espalda. Esa sensación de vulnerabilidad me genera cierta inquietud. El aire a mi alrededor cambia; una ligera brisa acaricia mi espalda al acercarse a mi forma desnuda. Sus dedos se enredan en mi cabello y un caprichoso suspiro sale de entre mis labios mojados.
—Shhh estate quieta.
Incompleta 2
     Le respondo con una risilla nerviosa ¿Qué se le habrá ocurrido esta vez? Sus expertos dedos siguen trabajando con destreza en mi cabello. Parece estar utilizando horquillas para sujetar varios mechones, sus puntas arañan mi cuero cabelludo y siento que mi cuello está cada vez más despejado. ¿De dónde habrá sacado esas horquillas? El placentero manoseo me provoca un agradable sopor; si no estuviera en pie, con toda probabilidad caería en los brazos de Morfeo. Por otro lado, comienzo a sentir cierta excitación. Cierro los ojos concentrándome en ese nuevo hormigueo y…

—¿Te causo sueño?

     Me sobresalta su grave voz, abro los ojos y pego un involuntario respingo al encontrar su rostro separado del mío por escasos centímetros. Mi evidente consternación levanta levemente la comisura de sus labios de un modo malicioso. En un gesto nada meditado y atrevido en exceso, recorro esos centímetros que nos separan y le planto un recatado beso en los labios. Reculo como si me quemara su simple cercanía y cierro los ojos, a la espera de una reprimenda que nunca llega. Su mano se aprieta en mi cuello, con rabia, y me atrae de nuevo a sus labios que se abren para dejar escapar una lengua furiosa. El aliento se deshace en mi boca y las hormonas despiertan al hacer efecto la droga. Es una vorágine cruel que me deja exhausta por exceso de deseo y hueca al sentir su boca abandonar mi contacto. Un fino hilo transparente nos une durante un breve momento, finalmente se rompe y derrama en mi barbilla, dejando un rastro, prueba de ese beso. Llevo una mano de dedos largos y uñas cuidadas, a recorrer cada milímetro de piel que ha sentido ese húmedo contacto y sonrío. No dice nada, simplemente me observa pensativo. Varios minutos y varios paseos alrededor de mi desnudez, subiéndome y bajándome los brazos, abriendo mis piernas o colocando de cualquier modo mis pies, se acerca y, con dos dedos de una misma mano, cierra mis párpados que se resisten al principio por la imperiosa necesidad de ver. Le siento alejarse, aunque no demasiado, sigue en la sala, en algún lugar al norte. El sonido de los goznes de uno de los arcones me llega nítido, un leve chirrido que indica que la pesada tapa de madera se está abriendo. Otro sonido, que no logro distinguir, como de piedras arrastrándose unas con otras, antecede el segundo chirrido y el choque de la madera al cerrarse. Mi respiración se acelera al escuchar sus pasos de vuelta. Puedo ver su silueta a través de mis párpados, la estancia está levemente iluminada con cuatro candelabros de pared y la luz es insuficiente para percibir más que una tenue sombra. Reconozco a mi lado el sonido de las piedras entrechocando, cada vez más cerca. Respiro profundamente y aguanto el aire en mis pulmones, expectante. Me llega su hálito tibio, se posa en mi nuca… su respiración calmada contrasta con el bombeo acelerado de mi corazón. Un súbito frío en mi pecho me causa una gran impresión, algo duro y liso se pega a mi piel y… hay algo más… cadenas, sí, sin duda son cadenitas finas y largas de las que penden objetos duros, fríos y lisos ¿Piedras? Redoblo mis esfuerzos por mantener los ojos cerrados y controlo mi respiración, consiguiendo que vuelva a la normalidad. El tiempo pasa despacio para mí. El tacto y las diferentes texturas que arañan, sin dañar mi piel y ese frío que desaparece tras unos segundos en contacto con mi cálido cuerpo, me provocan sensaciones indescriptibles. Poco a poco se van sumando, cubriendo mi torso, besando mis pechos y colgando sobre mis caderas, que ya no danzan ni serpentean pero que son un templo al deseo como nunca ha existido.

—Abre los ojos

     Frente a mí, un espejo de pie con el marco dorado me devuelve la visión de un esbelto cuerpo adornado con joyas de una exquisita elegancia. Detrás, sonriente, el artista que ha creado la obra aprecia con orgullo su trabajo. Pero es una obra inacabada, está incompleta, y así la desea, para poder seguir trabajando en ella durante el tiempo que le plazca. Así lo quiero yo, para poder seguir disfrutando de la compañía del maestro
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