Si, soy una romántica

Soy una romántica empedernida, mea culpa. Lo reconozco, y no pienso curarme de ello. Es una enfermedad —no se asusten, no es contagiosa…creo— de lo más gratificante, pero también hay que saber paliar sus “graves” efectos. Me explico:

Fuera del tema poético, pues la poesía es harina de otro costal, eso de “darlo todo sin pedir nada a cambio” no me parece viable. No es que lo diga yo, es que no lo es porque, seamos sinceros, llega un momento en que el vaso se vacía y se acabó lo que se daba. Y eso, señores, se aplica a toda relación: intrafamiliar, social, amorosa, política —en esto hay ciertas discrepancias en las que no voy a entrar porque no vienen al caso, aunque esté a la orden del día—, pero todas tienen un común denominador y es la RECIPROCIDAD, un vocablo interesante que implica mucho. Será por las cinco sílabas que lo componen.

Que sí, que todos estamos de acuerdo en eso de “en lo bueno y en lo malo”, —y no se me vayan a centrar solo en bodas que me los conozco, aplica al general—, pero si la balanza siempre pesa más del mismo lado, llega un momento en que el corazoncito, o se para o se apea. ¡Y qué quieren que les diga! el mío prefiere seguir latiendo, manque ande un poco cojo y renqueante por haber saltado del tren en plena marcha. Dicen que “no hay mal que cien años dure” y que “nadie se ha muerto de amor” —si están pensando en Romeo les recuerdo que no fue muerte natural—.

En fin, me bajo de los Cerros de Úbeda. A lo que íbamos; la RECIPROCIDAD es indispensable. A veces ocurre —hasta Murphy y su dichosa ley mete la patita de vez en cuando— que baste que nos centremos en una persona para que, por misterios del universo, esa persona tenga a bien recibir gustosamente lo que damos, pero se despiste un poco a la hora de devolverlo, y como no es un préstamo —porque el dinero duele en el bolsillo, pero deja el corazón a salvo—, son nuestras emociones y sentimientos los que están en juego, al final se acaba sufriendo. Habrá algún cínico por ahí al que le guste el dolor ajeno pero lo más habitual es que esa persona ni siquiera se percate de lo que está ocurriendo, así que dejemos de culpar a los demás y centrémonos en nosotros porque al otro, por suerte o por desgracia —normalmente es lo segundo—, no podemos cambiarlo. Es decir, empeñarnos en que algún día, por arte de magia o gracias a la muerte definitiva de Murphy, esa persona empiece a devolver lo que, tan amablemente se le está dando, es cuanto menos inútil además de absurdo.

Hay cositas que son de manual, pero claro, eso de la lectura para alguno es un peñazo y si tenemos el manual, pero no lo leemos, es como quien tiene un tío en Alcalá. Es más, me atrevería a afirmar que todos conocemos por lo menos el índice, pero eso de aplicarlo luego… se nos da regulero. Así que tenemos dos opciones: o bien seguimos el anticuado y nada recomendable consejo de “dar nada sin pedir nada a cambio” del que hablaba unas líneas más arriba, o empezamos a querernos un poquito más y a exigir (que no, que a esa persona no, no insistan) lo que nos merecemos. Y nos merecemos, ni más ni menos, aquello que nosotros estamos dispuestos a entregar.

Laura Redondo

 

 

 

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